En lo alto de la ciudad, sobre una elevada columna, se erguía la estatua del Príncipe Feliz. Estaba enteramente recubierta de finas láminas de oro, sus ojos eran dos brillantes zafiros y un gran rubí destellaba en la empuñadura de su espada.

Una noche voló sobre la ciudad una pequeña golondrina: “¿Dónde me hospedaré esta noche?” -se dijo- “Espero que la ciudad haya hecho preparativos.” Entonces vio la estatua sobre la elevada columna. “Me hospedaré allí” -exclamó- “Es una excelente ubicación con mucho aire fresco.”

De manera que se posó entre los pies del Príncipe Feliz. “Tengo recámara de oro” –musitó mientras miraba en derredor, y se dispuso a dormir; pero en el momento en que estaba poniendo su cabeza bajo el ala, cayó sobre él una gruesa gota de agua. “¡Qué cosa curiosa!” –exclamó- “No hay una sola nube en el cielo y las estrellas se ven claras y brillantes, y sin embargo esta lloviendo.”

 Entonces cayó otra gota. “¿De qué sirve una estatua si no puede guarecer contra la lluvia?” –dijo- “Debo buscar un buen sombrerete de chimenea”, y decidió partir. Pero antes de que desplegara las alas, cayó una tercera gota, y miró hacia arriba, y vio -¡Ah! ¿Qué fue lo que vio? Los ojos del Príncipe Feliz rebosaban de lágrimas, y más lágrimas se deslizaban por sus mejillas doradas.

Su rostro lucía tan hermoso a la luz de la luna que la pequeña golondrina se vió embargada por la emoción. “¿Quién eres?” –dijo. “Soy el Príncipe Feliz.” “¿Por qué lloras, entonces?” –preguntó la golondrina- “Me has empapado.” “

Cuando estaba vivo y tenía un corazón humano” –respondió la estatua- “no sabía qué cosa eran las lágrimas, pues vivía en un Palacio donde no se permite la entrada al pesar. De día jugaba con mi compañero en el jardín, y de noche conducía el baile en el Gran Salón. Un alto muro cercaba el jardín, pero nunca sentí deseos de preguntar qué había del otro lado: todo lo que me rodeaba era tan hermoso.

Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y de hecho así era, si es que el placer es felicidad. Así viví, y así morí. Y ahora que estoy muerto me han puesto aquí, tan alto que puedo ver toda la fealdad y toda la miseria de mi ciudad, y aunque mi corazón es de plomo no puedo sino llorar.”

“Lejos de aquí” –continuó la estatua en voz baja- “lejos de aquí en una callejuela hay una casa pobre. Una de las ventas está abierta, y en ella puedo ver a una mujer sentada ante una mesa. Su rostro es delgado y sufrido, y sus manos toscas y enrojecidas están llenas de pinchaduras, pues es costurera.

Está bordando pasionarias sobre un vestido de satén para la más bella de las damas de honor de la Reina, quien lo lucirá en el próximo baile de la Corte.

Sobre un lecho en un rincón de la habitación yace enfermo su pequeño hijo. Tiene fiebre, y pide naranjas. Su madre sólo tiene para darle agua del río, y el niño llora.

Golondrina, golondrina, pequeña golondrina, ¿no le llevarías el rubí de mi empuñadura? Mis pies están clavados a este pedestal y no me puedo mover.” “Me esperan en Egipto,” –dijo la golondrina.- “Mis amigos vuelan a lo largo del Nilo y conversan con las grandes flores de loto.”

 “Golondrina, golondrina, pequeña golondrina,” –dijo el Príncipe- “¿no te quedarías conmigo por una noche, para ser mi mensajero? El niño está tan sediento, y la madre tan triste.” El Príncipe Feliz se veía tan apesadumbrado que la pequeña golondrina sintió pena. “Hace mucho frío aquí,” –dijo- “pero me quedaré contigo una noche y seré tu mensajero.”

“Gracias, pequeña golondrina”, dijo el Príncipe. Así que la golondrina sacó el gran rubí de la espada del Príncipe y llevándolo en el pico, voló sobre los techos de la ciudad. Por fin llegó a la vivienda pobre y miró hacia adentro. El niño daba vueltas, afiebrado, en su lecho, y la madre se había dormido, vencida por el cansancio. Hacia adentro saltó la golondrina, y dejó el gran rubí sobre la mesa al lado de un dedal. Luego voló suavemente alrededor del lecho, abanicando la frente del niño con sus alas. “Cuán fresco me siento,” –dijo el niño,- “debo estar sanando”; y se hundió en un delicioso sueño.

 Entonces la golondrina voló de regreso al Príncipe Feliz, y le contó lo que había hecho. “Es curioso,” –comentó- “siento una extraña tibieza, aunque hace tanto frío.” “Eso es porque has hecho una buena acción,” dijo el Príncipe. La noche siguiente al asomar la luna, la golondrina voló donde el Príncipe. “¿Tienes algún mensaje para Egipto?” –gritó- “Me estoy poniendo en camino.” “Golondrina, golondrina, pequeña golondrina,” –dijo el Príncipe- “¿No te quedarías conmigo una noche más?”

 “Golondrina, golondrina, pequeña golondrina,” –dijo el Príncipe, “lejos de aquí veo a un joven en una habitación. Está inclinado sobre un escritorio cubierto de papeles, y en un florero a su lado hay un ramo de violetas marchitas. Está tratando de terminar una obra para el Director del Teatro, pero tiene demasiado frío como para seguir escribiendo. No hay fuego en el hogar, y el hambre lo ha debilitado.” “Me quedaré contigo una noche más,” –dijo la golondrina, quien en realidad tenía buen corazón.

 “¿Quieres que le lleve otro rubí?” “¡Ay de mí! Ya no tengo rubíes,” –dijo el Príncipe; mis ojos son lo único que me queda. Están hechos de zafiros que fueron traídos de la India hace mil años. Saca uno de ellos y llévaselo. Él se lo venderá al joyero, y comprará comida y leña, y terminará su obra.” “Querido Príncipe,” –dijo la golondrina- “No puedo hacer eso”, y comenzó a llorar.

 “Golondrina, golondrina, pequeña golondrina,” –dijo el Príncipe, “haz lo que te ordeno.” Así es que la golondrina sacó el ojo del Príncipe, y voló hasta la habitación del estudiante. Le fue fácil entrar, ya que había un agujero en el techo. El joven se había tomado la cabeza entre las manos, de manera que no escuchó el aleteo del pájaro, y cuando alzó la mirada se encontró con el hermoso zafiro brillando entre las violetas marchitas. “Estoy comenzando a ser apreciado,” –exclamó- “esto es de algún gran admirador. Ahora puedo terminar mi obra,” y lucía muy feliz.

Al día siguiente la golondrina regresó donde el Príncipe Feliz. “He venido a despedirme,” –le dijo. “Golondrina, golondrina, pequeña golondrina,” –dijo el Príncipe, “¿te quedarías conmigo una noche más?” “Es invierno,” –contestó la pequeña golondrina, “y pronto llegará la fría nieve. En Egipto el sol brilla tibio sobre las verdes palmeras, y los cocodrilos yacen en el barro con mirada perezosa.

Querido Príncipe, debo dejarte, pero nunca te olvidaré, y la primavera que viene te traeré dos bellísimas piedras preciosas para poner en lugar de aquéllas que has regalado. El rubí será más rojo que una rosa roja, y el zafiro será azul como el gran mar.”

“En la plaza aquí abajo”, -dijo el Príncipe Feliz, “hay una pequeña vendedora de fósforos. Sus fósforos han caído a la alcantarilla, están arruinados y la niñita está llorando. No tiene zapatos ni medias, y su cabecita está desnuda. Saca mi otro ojo y dáselo.” “Me quedaré contigo una noche más,” –dijo la golondrina- “pero no puedo sacarte el ojo. Quedarías totalmente ciego.”

“Golondrina, golondrina, pequeña golondrina,” –dijo el Príncipe, “haz lo que te ordeno.” Así que la golondrina sacó el ojo del Príncipe, y voló velozmente hacia abajo. Pasó volando por donde se encontraba la pequeña y deslizó la joya en la palma de su mano. “Qué precioso trocito de vidrio,” –exclamó la niña; y corrió a su casa, riendo de alegría.

Entonces la golondrina regresó donde el Príncipe. “Estás ciego ahora,” –dijo- “así es que me quedaré contigo para siempre.” “No, pequeña golondrina,” –dijo el Príncipe- “debes partir hacia Egipto.” “Me quedaré contigo para siempre,” –dijo la golondrina, y se durmió a los pies del Príncipe. A lo largo del día siguiente el pajarito, posado sobre el hombro del Príncipe, le relató historias de lo que había visto en tierras extrañas.

“Querida golondrina,” –dijo el Príncipe- “me hablas de cosas maravillosas, pero nada es más maravilloso que el sufrimiento de hombres y mujeres. No hay misterio tan grande como la miseria. Vuela sobre mi ciudad, pequeña golondrina, y dime lo que ves.” Así es que la golondrina voló sobre la gran ciudad, y vio a los ricos festejando en sus hermosas casas, mientras los pordioseros mendigaban a sus puertas.

 Se internó en oscuros callejones, y vio los rostros pálidos de niños famélicos mirando con indiferencia las negras calles. Bajo el arco de un puente, dos pequeños se abrazaban para darse calor. “¡Cuán hambrientos estamos!”, decían. “No pueden estar allí,” –les gritó el Cuidador, y los pequeños salieron bajo la lluvia. Entonces la golondrina regresó y le contó al Príncipe lo que había visto.

 “Estoy recubierto de fino oro,” –dijo el Príncipe- “debes quitármelo, hoja por hoja, y dárselo a mis pobres; los vivos siempre piensan que el oro puede darles la felicidad.” Hoja tras hoja, la golondrina quitó las láminas de oro, hasta que el Príncipe Feliz quedó muy deslucido y gris. Hoja tras hoja del fino oro la golondrina entregó a los pobres, y los rostros de los niños tomaron color, y reían y jugaban en las calles. “¡Ahora tenemos pan!” –exclamaban.

 Entonces llegó la nieve, y tras la nieve la escarcha. Las calles relucían como si estuvieran hechas de plata; largos carámbanos pendían como dagas de los aleros, todos se envolvían en pieles, y los pequeños llevaban gorros rojos y patinaban sobre el hielo. La pobre golondrina sintió más y más frío, pero no quería abandonar al Príncipe; lo quería demasiado. Pero finalmente supo que iba a morir.

 Apenas tuvo fuerzas para volar hasta el hombro del Príncipe una última vez. “¡Adiós, querido Príncipe!”, -murmuró- “¿permitirás que te bese la mano?”. “Me alegra que por fin vayas a Egipto, pequeña golondrina,” –dijo el Príncipe-, “te has demorado demasiado tiempo aquí; pero debes besarme en los labios, pues te amo.” “No es a Egipto que voy,” –dijo la golondrina. Y besó los labios del Príncipe, y cayó muerta a sus pies. En ese momento sonó un curioso ruido dentro de la estatua, como de algo que se rompía. El hecho es que el corazón de plomo se había partido en dos.

 Temprano a la mañana siguiente, el Alcalde recorría la plaza en compañía de los Concejales de la Ciudad. Al pasar frente a la columna, miró hacia arriba, hacia la estatua: “¡Caramba! ¡Cuán andrajoso luce el Príncipe Feliz!”, -dijo. “¡Muy andrajoso, realmente!” –exclamaron los Concejales, quienes siempre coincidían con el Alcalde, y se acercaron a inspeccionar la estatua. “¡Hasta hay un pájaro muerto a sus pies!” –continuó el Alcalde. 

“Debemos emitir una proclama prohibiendo a los pájaros morir aquí.” Y el Escribiente de la Ciudad tomó nota de la sugerencia. De manera que derribaron la estatua del Príncipe Feliz. Luego fundieron la estatua en una horno. “¡Qué cosa rara!” –dijo el capataz de los obreros de la fundición. “Este corazón partido no se funde en el horno. Debemos arrojarlo a la basura.” Y lo arrojaron sobre una pila de deshechos, donde también yacía la golondrina muerta.

“Traedme las dos cosas más preciosas de la ciudad,” –le dijo Dios a uno de sus Ángeles; y el Ángel le trajo el corazón de plomo y el pájaro muerto. “Has elegido bien,” –dijo Dios- “pues en mi jardín del Paraíso este pajarito cantará por siempre, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz me alabará.” -